Carta a mis hijos

I Te olvidarás de todo esto del comienzo y los inicios no quedará registro y sin embrago en tu memoria estos días sembrarán su huella. El surco original de donde emerges. Ojalá recuerdes los trayectos y los juegos las caricias, los besos y los cantos las miradas que tanto y tanto te abrazaron. Ojalá y vuelvan  haciéndose presentes cuando en el agua o de camino  hacia ninguna parte no sepamos ya sobre qué hombros ni desde dónde dependemos uno del otro. II Me cuesta mucho dejarte cuando nos despedimos. Hay mucha fragilidad en la vida  cuando el amor es profundo. Tú te quedas en tí una parte mía y así te pienso en el transcurrir del día mi mente extraña su corazón contigo. III Llegar a verte es alegría es llegar a casa y reconfortar el alma cuando todo se junta bajo el mismo techo el yo completo que es el yo contigo. IV Los cimientos de tu persona  son dinteles de la mía y estás tu ar

Jesús y el Che Hay, en la historia reciente de nuestra civilización, dos figuras emblemáticas, dos hombres que trascendieron hasta hacerse más grandes que la vida. De uno tenemos evidencias claras y concretas, ninguna duda de su existencia; del otro no contamos más que con el relato de su andar por este mundo. Más un ícono y un mito que carne y huesos. Los dos símbolo. Los dos un mismo ideal de hombre. Según sabemos, ambos fueron martirizados y asesinados a sangre fría por luchar, por hacer del amor, la indignación y el hambre de justicia sus motivaciones para trasformar el mundo. Ambos se hicieron hombres humanizándose mediante la educación formal y la experiencia viva, saliéndose de las ciudades, recorriendo las regiones olvidadas y escuchando a los desposeídos de la Tierra. Ambos descubrieron que este mundo es un valle de lágrimas y sufrimiento pero también un manantial inagotable de esperanza y hermandad. Rodeados de mujeres y hombres iguales, autónomos y autosuficie