Ecce homo

Jesús y el Che

Hay, en la historia reciente de nuestra civilización, dos figuras emblemáticas, dos hombres que trascendieron hasta hacerse más grandes que la vida. De uno tenemos evidencias claras y concretas, ninguna duda de su existencia; del otro no contamos más que con el relato de su andar por este mundo. Más un ícono y un mito que carne y huesos. Los dos símbolo. Los dos un mismo ideal de hombre.
Según sabemos, ambos fueron martirizados y asesinados a sangre fría por luchar, por hacer del amor, la indignación y el hambre de justicia sus motivaciones para trasformar el mundo. Ambos se hicieron hombres humanizándose mediante la educación formal y la experiencia viva, saliéndose de las ciudades, recorriendo las regiones olvidadas y escuchando a los desposeídos de la Tierra. Ambos descubrieron que este mundo es un valle de lágrimas y sufrimiento pero también un manantial inagotable de esperanza y hermandad.
Rodeados de mujeres y hombres iguales, autónomos y autosuficientes, ambos crearon comunidades libres, comunistas, solidarias. Ambos revolucionarios, emanciparon a otros guiándolos por los desiertos de las apariencias hasta la conciencia crítica y libertaria.
Tras ver al monstruo con sus propios ojos, un leviatán que todo lo devora, lucharon. Tras sentir el hedor de un sistema que todo lo bueno digiere y lo devuelve putrefacto, se erigieron. Tras ver la codicia, la superficialidad, el egoísmo y la crueldad del poder que corrompe a todo aquél que no se ha hecho mujer u hombre, que no ha devenido humano, se rebelaron.
Nació así en ellos, en lo más hondo de su corazón profundo, una inmensa capacidad de amar y una inagotable indignación ante la injusticia, la opresión y el sinsentido de nuestra sociedad hipócrita y violenta. Un rechazo inapelable al Imperio nihilista de los Césares y sus dioses a modo, hechos a imagen y semejanza de su bajeza e ignorancia, de las ficciones y mitologias que justifican el valor de la nada y la explotación del hombre por el hombre. Un repudio incurable hacia el poder que discrimina, maltrata y se ensaña con los vulnerables, que castiga a los honestos y sacrifica a la personas en vanagloria del dinero.
Según el relato que expresa la pasión de cada uno, al final de su camino, abandonados por todos menos por los menos, ambos fueron martirizados después de su elección más libre y dura: el sacrifico por el otro.
Fueron mujeres, no podía ser de otro modo, quienes cuidaron de sus cuerpos mancillados y maltratados. Mujeres quienes acicalaron sus rostros, quienes lavaron la sangre y el lodo de su piel endurecida. Mujeres las que devolvieron la dignidad a su semblante que nunca cedió ni al temor ni a la agonía. Mujeres las que dieron el último adiós de amor a su cuerpo inerte. Las que rindieron el último honor a quien siempre las honró en vida.
El Imperio hizo con ellos lo que el imperio hace. A uno lo nominaron hijo de su dios patriarcal y violento, trescientos años después, en un concilio dominado por corruptos y decadentes misóginos, en Nicea.
Al otro lo hicieron un fetiche y esperaron que la gente se olvidara.
Pero ellos fueron más grandes que la vida y siguen presentes en cada rincón en el que se da la lucha por un mundo más justo y libre.
Curiosamente ambos se parecen. Su rostro es casi idéntico y eso, más que una casualidad, parece una profecía: el hombre rebelde, el hombre nuevo, el héroe absurdo, el revolucionario auténtico siempre volverá y luchará ¡hasta la victoria siempre!

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